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viernes, setiembre 22, 2006

Nuestro nidito de amor - Parte I

- ¡Vístete, ya vienen mis papás!

Frase muy usada por aquellas "niñas de su casa" que no quieren que sus padres se enteren que está teniendo relaciones prematrimoniales. Sobre todo en su caso, ya que venía de una familia excesivamente puritana. Quizá por eso, por esas presiones sociales que le impedían desarrollarse como una persona normal, conforme con lo que sus pensamientos e inestables emociones deseaban, la obligó a lanzarse sobre mi, un incauto muchacho de dieciséis años, que estaba a punto de terminar el colegio.

El dulce ronroneo de la Ford Explorer XT 98 se acercó a la entrada de la casa. Ella, de un salto, cruzó por los aires la cama y apagó las luces de su cuarto.

-Tonta, ya son casi las seis. ¿Para qué apagas las luces? – le regañé.

Se quedó parada mirandome en la oscuridad. Se pasó de inocente…

- Rápido, ayúdame a tender la cama. – me dijo mientras buscaba en su cómoda unos pijamas limpios.
- ¿No crees primero que debería cambiarme … para irme? – le dije irónicamente… para intentar amenizar la situación.

Algo medianamente blando chocó a toda velocidad contra mi cara al terminar de pronunciar la frase.

- No hables, sólo cámbiate. – me dijo rápidamente.
- ¿Y la cama? – el más cachoso…
- ¡Cámbiate carajo, que mi viejo te va a castrar!

No le hice caso, porque estaba pensando en cómo iba a salir de esta. Me puse rápidamente mi camisa de colegio y la ropa interior. Pero luego interioricé la respuesta y… pensándolo bien… ¡si lo podría hacer!

- ¡Apúrate! Tus pantalones están debajo de la cama. Pero ten cuidado ... hay cucarachas.

¿Qué tipo de chica viene a decirme – en esa situación – que hay cucas en su cuarto? ¡Por la gran flauta!

- ¿Me lo vienes a decir ahora? - le dije, algo indignado, pero mas bien asustado - ¡Sabes que les tengo pánico!

Terminó de colocarse el brassiere, que con las justas alcanzaba a formar un poco sus nacientes senos. Me miró con sus profundos ojos azules y me dijo:

- Idiota. Hablas huevadas. Pero igual te quiero.

Luego, como siempre, me sonrió. Con eso, hasta sus posteriores infidelidades parecían un juego de niña inocente.

Me tomó unos minutos armarme de valor para meter mi mano debajo de su cama y otros cuantos sacudirlo, para evitar alguna sorpresa mayor después.

Pero, fue muy tarde. Sus padres ya estaban en la puerta.

- ¡Mierda! ¡La bicicleta!

Recuerden mi consejo, mis queridos jóvenes vasófilos: Nunca, pero nunca, dejen pruebas de su existencia en la casa de los padres de su señorita enamorada … claro está, si ellos son del tipo más común que exite: los celosos.

- ¡Te dije que la pusieras en la cochera! – me regañó la niña.
- ¿Y si abrían la puerta? Te dije que mejor la escondía detrás de los rosales de la puerta.

Ella entró en crisis. Se quedó paralizada del miedo. Obviamente, ella sabía lo que se le venía encima.

Su padre iba a entrar. Me iba a encontrar a mi, semidesnudo. El olor a sexo invadía todo el cuarto. Ella, medio vestida, intentaría defenderse, echándome toda la culpa. Esa es la clásica. Yo también me defendería antes que el intente romperme la cara a patadas, mientras que su madre se desmayaría y luego, pasado el trauma, llamaría al Padre Martín para hacerle una exorcización. Posiblemente seguiría la UNIFE, una prueba de embarazo y … quizá un posible matrimonio con el chico más estúpido que pudo haber encontrado.

Todo eso se podía leer en su cara. Yo sólo era un ave de paso y para mi ella era … bueno … una amiga cariñosa. Nunca iría a resultar. Pero, como dice el refrán: “En tiempos de guerra, todo hueco es trinchera”. Y ahora, estábamos a punto de recibir una bomba nuclear por nuestra audacia.

Intentó voltearse hacia mi, que estaba tendiendo la cama como si nada estuviera pasando.

- Pavaza, no he traido bicicleta. – le dije en voz baja, tratando de aguantarme la risa.

Estaba a punto de darme un soberano grito, cuando escuchó la puerta abrirse. Ambos nos quedamos petrificados en nuestros sitios, cuando los pasos de su padre sonaban cada vez más fuerte, acercándose a la puerta del efímero “nidito de amor” de su hijita, su nena, la niña de sus ojos, su virgencita, la flor de su vida…

Ella estaba media vestida. Yo, por suerte, ya estaba uniformado, pero igual, muy asustado.

Esos segundos fueron eternos. Esos pasos retumbaban en mi mente. Pronto estaría muerto. Y no habría entrado a la universidad. Por mi mente, rondaban las siguientes preguntas: “¿Cabré en el armario?” “¿Puedo aducir locura mental?” “¿Habré usado condón?”

- ¡Pronto, métete en el armario! - me susurró furiosamente.

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